Para Ana.
Espero, como siempre, que te encuentres bien en donde quiera que estés. Esta es una de esas cartas de las que habíamos hablado. Aquí abajo va escrito un fragmento de un ejercicio narrativo del taller que te conté. Supe que estabas en Chihuahua. Espero que para cuando recibas este texto podamos llamarnos para poder saber de tu vida. El del texto es Mario Avelar de Zacatecas dándole una breve explicación a su amiga Ana Luisa García del porqué no ha podido dejar de fumar. Los dos quieren ser escritores, aunque tienen otros empleos para sobrevivir. Ellos creen que enviarse cartas en estos tiempos tan digitales es un acto radical en contra de este mundo tan inmediato, además claro, les fascina escribir tanto como mantener una conversación entre ellos. Espero no parecerme demasiado a Mario.
Hace un par de años, cuando vivía cerca del centro de la ciudad, yo fumaba mucho, casi una cajetilla por día o tal vez menos. Definitivamente hay gente que fuma mucho más, pero eso no me quita ningún mérito. En esos años fumar por la noche era una de las partes favoritas de mis días. Suena a una ironía miserable y de verdad lo era, aquello era así, ni más ni menos que así. Cuando el sol se ocultaba y el aire empezaba a ponerse frío y la calle oscura, yo emergía de entre las paredes feas de los edificios rojos de departamentos en donde vivía con un cigarro en la mano izquierda y un encendedor en la derecha. Observaba la calle con cuidado en busca de algo que ver, alguna mujer bonita o algo que llamara mi atención y prolongara mis cinco minutos de placer solitario a la memoria, a la nostalgia y a la imaginación. Nunca he pretendido ser más de lo que soy sino al contrario y mucho más en esos momentos en donde la certeza de las cosas se iba y me dejaba solo conmigo, pero, en fin, volviendo al tema. Ana, después de buscar algo en lo que fijar mi atención, un ancla para evitar irse demasiado, yo encendía un cigarrillo y le daba una calada profunda y cosquilleante. Ese era mi ritual, lo hice tantas veces que se volvió precisamente eso, un ritual. Cuando la tarde caía yo abría la puerta del departamento, trababa el pasador que, ya se trababa por si solo siempre que la puerta se abría, y salía a fumar. Hubo un tiempo en el que el alumbrado público de la calle era por lo menos malo, casi inexistente, así que después de las 7 30 de la tarde la oscuridad llenaba las calles. Yo me acostumbré tanto a eso que cuando por fin atendieron las quejas de los vecinos y colocaron lámparas por toda la colonia y yo salía a hacer lo mío, sentía que algo iba mal, la luz me hacia ver como una parte más del paisaje. Imaginaba a un niño diciendo a su madre en la calle, “mira mamá, ahí está el señor triste que fuma mucho”, y lo de fumar no me importaba, pero lo de triste ¿quién se creía ese niño? Gracias a Dios, quien quiera que sea ese Dios, somos seres en constante adaptación y aquello no interrumpió por mucho mis marcados hábitos. Nunca llegaste a conocer aquella casa Ana, aunque no tenia nada de especial esa fue mi casa por lo menos cinco años. En esa casa me volví estudiante, amante, borracho, adicto y tal vez mejor persona. Fue en esa casa también en donde comencé a escribir y en donde me enamoré de la poesía. Ahora, hay gente que ama las letras con un exceso que solo ellos se permiten, pero como con el tabaco, eso no me quita mérito ¿no lo crees?
Nunca leí ni escribí tanto como cuando vivía en ese departamento. Recuerdo que leía mucha poesía, de treinta a cuarenta poemas diarios, algunos releídos tantas veces como se lo merecían. Sé que hay gente que lee más, pero eso, igual que con el tabaco… Bueno. Leía, fumaba, observaba, pensaba y después escribía. Me dolía el alma, lo sentía en el pecho. Tal vez el alma está en los pulmones o cuando menos la mía lo estaba. Respiraba con ella y con ella soplaba palabras que salían vestidas de negro, pintadas de humo pegajoso. El pecho me dolía y yo imaginaba que el alma se me retorcía y cambiaba su color con el pasar de las horas de la noche y el día y cuando me iba a la cama, la escuchaba dar vueltas hasta que me quedaba dormido. Tenía un sueño recurrente por aquellos días. Soñaba que estaba tendido sobre la plancha de un quirófano en donde no había nadie más que yo. Tenía una enorme rajada abierta como una boca gritando que iba desde mi pubis hasta el cuello y yo podía ver mis órganos, se veían blancos y podía tocarlos. Los palpaba y apretaba uno por uno sin poder sentir ni el más mínimo atisbo de dolor. Después de eso yo despertaba cansado y agitado como si hubiera corrido un maratón. Este sueño lo repetí muchas veces y aunque parece una escena de terror nunca consideré que fuera una pesadilla. Roberto Bolaño en uno de sus cuentos habla de un sujeto que sueña con un muñeco de nieve caminando por el desierto y eventualmente este tipo se da cuenta de que él es el muñeco y el desierto es la memoria hostil y selectiva de quien quiere que no lo olvide. Lo mío es inquietante sí, pero aquello si que parece una pesadilla con todas las de la ley.
Dejé de fumar en cantidad cuando dejé de vivir en aquel edificio y de manera inmediata el alma me empezó a caminar a tientas y ese sueño que ya era una costumbre dejó de serlo. También dejé de leer con la frecuencia con la que lo hacía y escribir me resultaba en un enorme esfuerzo y en textos que francamente solo leí una vez. A veces me dormía pensando en ese sueño, no el mío, sino en el del personaje de Bolaño, el muñeco de nieve que camina por el desierto y desaparece con cada paso, un condenado al olvido, que parecidos que somos. No he vuelto a fumar con tanto fervor desde entonces, pero poco a poco la lectura y la escritura van llenando minutos y horas del tiempo que invertía en mis actos radicales de pseudovalentía.
Ana, a veces creo que no he podido dejar de fumar porque me he convencido de eso con cada minúsculo detalle de mi vida. El otro día sentía unas enormes ganas de escribir mientras estaba en el trabajo y no me dejaba en paz ese deseo por sentarme frente a mi computador para empezar a descargar palabras a chorros con mis dedos. Llegué a mi casa como a las dos y media de la mañana, me preparé un café y encendí mi computadora y… y eso fue todo. Escribí un párrafo que no releí y luego otro y después de ese, otro más. Escribí a la par cinco ideas distintas que al final se hicieron tres y después ninguna y yo solo estaba ahí a esas horas de la madrugada como un idiota. Me sentía como una mierdita secándose en el sol y solo pensaba y pensaba en qué demonios era lo que me ocurría. Saqué el paquete de cigarros que llevaba en mi mochila y me fumé uno. Luego encendí otro y después de ese otro. El alma se me empezó a despertar, Ana, sentía como se estiraba, como si estuviera despertando de un largo sueño que la dejó aletargada y tullida. Cerca de las cuatro de la mañana me senté de nuevo frente al computador y escribí una prosa de una página o dos y un ensayo sobre la cavidad de Fabry Perot que vendí por cuatrocientos pesos unas horas después. Luego de haber dormido un poco, pensaba en que tal vez si dejara de vivir como vivo podría dejar de fumar, porque si dejara de fumar como fumo solo volvería de nuevo todo lo demás.
Ana, creo que dejaré de ser cocinero en el Fernández y me volveré recolector de basura. Tal vez no me lo creas, pero al parecer se gana mejor. También espero poder publicar una columna en el periódico xyz, sabes de cual hablo. Aguilar ha leído algunos de mis escritos y otros más de los que me regalaste y al parecer le gusta mi versatilidad. Ana, estoy cansado. Dejaré de escribirte, pero prometo pensar en ti mientras consigo dormir, mientras me escucho el alma. Hasta la próxima carta.
Ana, soy yo de nuevo, Josué. Cuando leas el fragmento de Mariana, acuérdate de mí. Espero de todo corazón que puedas entrar a ese posgrado, sé que puedes llegar a ser una excelente maestra en filosofía de las ciencias. Te quiero mucho.
Hasta la próxima. Tu amigo, Josué.
