Por: Jesús T. Aldaba
Mario regresaba caminando solo a casa después de la escuela. Había estado estudiando toda la tarde en uno de los salones de la facultad de física de la Universidad Autónoma de Zacatecas. Le gustaba quedarse después de clases con dos de sus amigos a repasar algunos de los temas que les costaban más trabajo asimilar. Ese día en particular estuvieron resolviendo un examen que habían presentado por la mañana y que los tres aseguraban habían reprobado espantosamente por lo que, Mario, se encontraba bastante decepcionado de sí mismo por decirlo poco. Cerca de las diez y media de la noche caminaba frente al estadio de fútbol, metía la mano en el bolsillo del pantalón buscando los pocos pesos que le quedaban después de haberse permitido un par de cigarros unas horas antes. La noche era tranquila, la calle se encontraba solitaria y sin autos a la vista. Pasaba cerca de una de las bardas que están frente al estadio sin prestarle la más mínima atención. En la barda había un de grafiti o pintura que simulaba ser una especie de espejo, ya que, si uno se para enfrente a ella, lo que estaba pintado se veía como un reflejo. Esa parte de la ciudad es alta, por lo que hacia abajo se ve un estético paisaje urbano. Se podía ver en ese “espejo” parte de la ciudad de Zacatecas y Guadalupe en llamas, como si fuera una zona de guerra y un poco más adelante se podía leer en letras estilizadas “Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”.
Tenía ya un plan hecho en su cabeza para pasar el resto de la noche. Se compraría otros dos cigarros en la tienda de la señora Estela. El primero se lo fumaría en cuanto llegara y entrara a su casa, sacaría de su mochila el libro de poesía que le había robado a Ana aquella noche que lo había invitado a dormir. Sus pensamientos se enredaron y un calor raro le hizo cosquillas en el estómago al recordar aquella noche y el sexo con Ana. Se preguntaba lo que ella habría pensado al darse cuenta de lo que había hecho. Mario conocía a su novio y eso a él no le importaba, pero a ella sí y eso él lo sabía muy bien. Después de unos cuantos segundos Mario volvió a la realidad, tenía hambre, eso lo hizo pensar en lo que había planeado para el segundo cigarro. Después de leer un poco y fumarse el primer cigarrillo se comería la mitad de un pan dulce que había dejado en su mesa por la mañana mientras se bebía un vaso de agua y al terminar encendería el segundo cigarro y leería un poco más.
A lo lejos pudo ver como una persona caminaba hacía él y eso hizo que de golpe su mente dejara de divagar. Era un hombre de entre veinticinco a treinta años que caminaba a paso veloz; Lleva puesta una chaqueta color azul cielo muy desgastada. Escondía las manos en los bolsillos y lo encapuchaba la gorra de la chaqueta. Mario estaba a punto de detener su paso cuando de pronto sintió que alguien lo tomo con rudeza del hombro y lo jaló hasta hacerlo voltear. Era él, el novio de Ana y en cuanto Mario dejó de girar hasta quedar frente a frente, lo golpeó con la mano abierta justo en la cara. Fue una cachetada con tanta fuerza que Mario cayó al piso un metro delante suyo. Él era por lo menos treinta o cuarenta centímetros más alto que Mario, por lo que el golpe fue muy efectivo. El sujeto de la chaqueta azul detuvo su paso al ver aquella escena y solo se quedó observando.
– Ahora si cabrón, vamos a ver si muy hombrecito hijo de la chingada- Le dijo Darío, el novio de Ana, quien después de tomar impulso lo pateó fuerte entre el estómago y el pecho mientras seguía en el piso. Después de rodar un poco, la mochila de Mario se desprendió de su espalda y entre quejidos solo decía; – Ya espérate wey, no mames Darío- Y él solo le levantaba un poco la cara y con la mano derecha le daba de cachetadas y mientras tanto, el tipo de azul solo se quedaba quieto, a lo lejos, observando. Cuando Mario se encontraba ya lo suficientemente noqueado, Darío, en un intento de bravuconería, tomó su mochila y comenzó a vaciarla frente a él. No llevaba nada en ella, ni una libreta, ni papeles, ni siquiera un lápiz. Solo llevaba el viejo libro de poesía de Ana y cuando Darío lo vio, enloqueció. Lo tomó entre sus manos y mientras Mario intentaba incorporarse, en un movimiento rápido, Darío lo golpeo con el libro. Era grande, de poesía reunida latinoamericana, de unas ochocientas páginas aproximadamente. El golpe fue contundente y Mario cayó al piso como algo a lo que le es imposible mantenerse erguido. Él hombre de azul, al ver esto, retrocedió un poco y metió las manos a su chaqueta. Darío puso a Mario boca arriba y de izquierda a derecha le dio un revés en la cara con el libro, luego lo golpeo de derecha a izquierda haciéndolo sangrar y manchando el encuadernado viejo y maltratado. Mario ya ni si quiera podía decir nada. Darío entonces, sujetando el libro con ambas manos, se colocó encima de Mario, puso el libro en alto y empezó a golpearlo de arriba abajo con el lomo manchándolo de sangre y lo que parecía ser carne. Mario intentaba cubrirse los golpes con las manos haciendo movimientos torpemente desesperados, pero eso resultaba inútil. Al ver aquello el tipo de azul empezó a correr en dirección a ambos y fue hasta ese momento que Darío se percató de la presencia de aquel sujeto y entonces se detuvo y se puse de pie como esperando a que el sujeto tirara su mejor golpe para poder derribarlo y molerlo a golpes también, pensando que se trataba de alguien que quería defender al que estaba derribado en el piso, pero cuando el tipo estuvo a no más de tres metros frente a Darío, de la bolsa de su chaqueta sacó un revolver y lo apuntó a su cabeza. Darío se congeló y observó al sujeto.
No se trataba de un hombre en armonía con la chaqueta que usaba; de hecho, parecía todo lo contrario. Su cabello estaba cuidadosamente arreglado, al igual que sus cejas y la barba. Llevaba un anillo en la mano con la que sujetaba el arma, un anillo que parecía bastante caro. Aquel hombre no era un ladrón, y eso desconcertó a Darío. Él le decía que se tranquilizara, que lo ocurrido no tenía nada que ver con él. Usó una voz que revelaba su sorpresa, mientras alzaba lentamente las manos a la altura de su cabeza, con el libro de poesía, aún bañado en sangre, en su mano izquierda.
El sujeto cargó el arma, esperó un segundo y le voló la cabeza a Darío. Este cayó al suelo como caen las cosas que ya no pueden mantenerse en pie. Rápidamente, el tipo le quitó la cartera y el teléfono de los bolsillos del pantalón. Sacó el dinero de la cartera, lo guardó en el bolsillo de su chaqueta junto con el teléfono, y luego se volteó hacia Mario. Lo registró también y encontró su cartera, pero solo tenía un dólar arrugado, credenciales y un teléfono viejo. Decidió dejarlo ahí.
Estaba a punto de marcharse cuando escuchó a Mario respirar de manera agitada. Se acercó un poco y le dijo:
-Pues a lo mejor sí te lo buscaste, cabrón. Casi te mata, pero ya no te preocupes, ya lo maté yo.
Regresó al cuerpo de Darío, tomó el libro que había quedado cerca de sus manos y lo hojeó rápidamente hasta llegar a la mitad. Luego se acercó a Mario y le puso el libro en la cara, con la cabeza atrapada entre las páginas. El sujeto soltó una breve carcajada mientras observaba lo que había hecho y después salió corriendo del lugar.
Mario quedó tendido como muerto, con el libro que casi lo mata cubriéndole la cara, dificultándole la respiración, como si aún estuviera leyéndolo. Pasaron un par de hora hasta que alguien lo encontró y le quitó el libro de la cara y llamó a una ambulancia al darse cuenta de que, a diferencia de Darío, Mario seguía vivo.

