Todo con amor
Recuerdo que cuando yo era niño en un día como cualquier otro, si la memoria no me falla, mi madre nos cocinó un platillo muy particular; una pizza en comal, así como suena así es como era. En ese tiempo yo tenía unos cinco o seis años y mis hermanos tres y doce aproximadamente. A nuestra casa el dinero no iba muy seguido, pero tampoco era inexistente. Había regalos en navidad, uno que otro dulce para cumplirnos el capricho de la semana (un kínder sorpresa) y si alguna muela nos dolía papá y mamá nos llevaban al dentista. Lo que quiero decir es que, a pesar de no tener mucho, nunca nos faltó un plato de comida en la mesa y algo de amor en todos los buenos días. Eso último hasta el día de hoy. El día en que mi madre cocinó ese curioso y delicioso platillo como ya dije era como cualquier otro. Muy seguramente mi hermano y yo jugábamos a algo, lo que fuera, no importa, y le pedimos un platillo a mi madre; Pizza. En sus palabras, se lo pedimos como lo pediría un niño pequeño que pide algo que pide muy pocas veces y que pocas veces se lo dan, no por falta de ganas de complacer a sus hijos, porque ganas había. Mi papá con horarios intermitentes porque en esos trabajos quien sabe, desde temprano por la mañana hasta tarde ya entrada la tarde y mi mamá que era la guardiana de la casa, de la pequeña tiendita. Nadie puede decir que no había ganas o que no trabajaron lo suficiente. Ellos han trabajado toda su vida y ese día queríamos pizza y papá trabajando y mamá con tortillas de harina, algo de queso y salchichas, cebolla y tomate y cátsup en el refri y claro sin dinero para pizza. Ese día yo comí pizza, no como lo esperaba, pero algo entendí ese día y yo era uno de los niños más felices del mundo. Era afortunado y como yo lo veía no era por estar comiendo Pizza en comal, era por que los tenía a ellos, a mamá, papá y a mis hermanos, que me enseñaron que no importa lo poco o lo mucho que tengamos, siempre y cuando lo que sea que hagamos con eso lo hagamos todo con amor.
-Jesús T. Aldaba

