Un bocado lleno de amor
Los primeros años de mi infancia los recuerdo bajo la sombra de la nostalgia. Durante seis años fui hijo único y tenía el cariño y atención de mis padres de forma integral. Vivíamos en una casa pequeña, donde los espacios de la recamara y el comedor eran indistinguibles separados únicamente por los 60 o 70 centímetros que ocupaba el aire entre la cama matrimonial y la mesa redonda de cuatro sillas.
Cuando yo estaba por cumplir 5 años, mi madre trabajaba como dependiente en una farmacia que se encontraba cerca de casa. Ella cubría una jornada completa de 12 horas comenzando a las 9 de la mañana, con 2 horas libres de 2:00 a 4:00 de la tarde, en las que tenía que preparar la comida para la familia. Mi padre por otro lado siempre ha trabajado como albañil. En esa época el dividía su jornada laboral para poder comer en casa con nosotros. Todas las mañanas a las 8:30 salía de casa y regresaba a las 2:30 de la tarde para comer y una vez terminábamos, ambos regresaban a sus actividades laborales a pesar de mis suplicas para que se tomaran el resto del día libre.
Desde mi punto de vista ellos trabajaban mucho y además lo hacían todos los días, así que no tendría nada de malo si se tomaban un par de tardes libres. Sin embargo, mis padres nunca cedían, siempre regresaron a su puesto y siempre cumplieron con su trabajo. Así aprendí el valor de la responsabilidad, pero varios años más tarde también comprendí que para muchas familias como la nuestra, la necesidad, muchas veces es más grande que los deseos de los que amamos.
Llego el día de mi cumpleaños y recuerdo haber pedido días atrás a mis padres un pastel con betún de limón, es mi favorito, ese y el de tres leches, pero yo quería betún de limón. Ese día llegué a la farmacia donde trabajaba mí mamá cuando salí del kínder y me encontraba ansioso para que llegaran las 2:00 de la tarde, ir a casa y comer pastel. Sin embargo, cuando llegamos a casa no había pastel, solo había sobre la mesa algunas latas de media crema, leche condensada y leche evaporada; unos paquetes de galletas marías y una bolsa con limones. Recuerdo que mi madre dijo que nosotros prepararíamos el pastel y que era muy importante que yo le ayudara para que quedara listo antes de mi padre llegara a casa. Lo que preparamos aquella tarde no fue un pastel, fue un postre que con los años supe que se llama Carlota o Pay de limón, pero en aquella ocasión claro que fue un pastel y no solo esa vez, sino que aquella preparación se convirtió en el pastel oficial de los cumpleaños de la familia. Ese día se dieron las 4 de la tarde y mis padres seguían charlando, ninguno hacía por irse de casa, ambos se tomaron la tarde libre y eso fue fantástico y pocos años más tarde comprendí que ninguna necesidad puede ni podrá ser más grande que el amor.
–Pablo A. Ramos

