El arte de matar

Colección: Bestiario

Texto por: Meritzi

Ilustrado por: Gissel Flores

Hay ocasiones en las que quizá, irte lejos es la mejor de tus opciones. Para mí no lo es. Sé que aquí no es mi lugar, sé que, si la gente se enterara de lo que realmente soy, me echarían, así como lo han hecho con todos los que son como yo durante el último siglo. Pero me siento bien aquí, casi soy igual a ellos, me he esforzado mucho en comportarme como tal. Los humanos sin el gen son muy curiosos. Aun así, me he adaptado casi por completo a eso. Aunque he de admitir que me cuesta trabajo imitar la frialdad con la que se tratan.

Desde que era niño lo supe; sabía que había algo que me diferenciaba de los demás. Claro que mi madre siempre intentó ocultármelo, pero yo me daba cuenta; no le dijo a nadie lo que era. Supongo que se encariñó conmigo y no me quiso abandonar.

Quizás ella lo sospechó porque yo lloraba; y no solo por dolor físico, sino también por tristeza y felicidad. Las personas no suelen hacer eso; antes no entendía por qué a mi mamá le enojaba tanto que lo hiciera, solo sabía que estaba mal y que nadie debía verme nunca. Así que cuando fui más grande como para ocultarme, lo hacía. Siempre que lo necesitara acudía a mi pequeño refugio en el Ahuehuete que está en el distrito rojo. Si bien, allí tampoco pertenecía del todo, estaba seguro que podía llorar y sentir todo lo que quisiera.

Desde que descubrí lo que era me he esforzado en ocultarlo, cosa que es sencilla porque, por extraño que sea, soy lo que podría considerarse una persona fea. No fui bello ni talentoso como para que mi gen se activara en la prueba superficial, así que no fui exiliado; pero tampoco carezco de emociones ni poseo habilidades que sirvan dentro de la ciudad con mi condición; es como si fuera uno de ellos, pero sin serlo del todo. No pertenezco a ningún lado.

Los últimos años de mi vida he ayudado a mi madre a limpiar el edificio de la gente más grandiosa que pueda haber, los violinistas. Al principio me rehusaba a hacerlo, pero, al estar dentro, puedo ver todas sus rutinas de entrenamiento en combate, la magnífica música que sale de sus instrumentos, lo delicados y bellos que se ven sus movimientos en la arena. Estar aquí y poder observarlos me complace, esa es una de las razones más grandes por las que no me importa qué tanto peligre mi vida al seguir aquí, porque algún día, podré ser como ellos.

— Alonso, estás muy distraído, necesito que termines de limpiar esta área—dice mi madre, muy de repente, haciendo que salga de mis pensamientos.
— No me falta mucho, déjame quedarme un poco más aquí, el entrenamiento de música está por comenzar y no quiero perdérmelo— respondo.
Ella me mira, frunciendo el entrecejo, como si acabara de escuchar la peor de las noticias.
— Si te descubren viéndolos, volverán a pegarte como el otro día. No quiero pasar el resto de mi tarde curándote.
— No te preocupes, me esconderé bien, después termino de limpiar, lo prometo.
Me mira unos segundos sin decir nada, contemplándome; su cara se muestra apacible, la cual sigue intrigándome como si fuera la primera vez que la veo.
— Mamá, enserio terminaré de limpiar en cuanto la clase acabe— insisto.
Continúa mirándome, ahora con aparente molestia.
— Bien— dice, no muy convencida.

Casi al instante, recoge su material de trabajo y sale del salón en el que me encuentro. Es un lugar bastante amplio. La luz es un problema, pero al igual que en toda la ciudad, en La Academia de Guardianes también tienen automatizadores que generan un poco de luz blanca, ya que la contaminación hace que casi todo se vea en una mezcla de tonos como grises y naranjas, distorsionando la percepción de los colores.

En la arena, el lugar donde entrenan los guardianes, hay toda clase de armas: desde revólveres hasta ametralladoras, y desde simples navajas hasta espadas. Pero, las más importantes y poderosas aquí, son los violines. Así que es igual de importante tener municiones de balas, como de brea.

— Othilia, ¿dónde pusiste mi arco! — grita Esteban, mientras se acerca al salón que se supone debo estar limpiando. Apenas escucho su voz, me escondo en un hueco que hay entre la pared, lo suficientemente grande como para meterme, pero bastante pequeño como para que no lo tomen en cuenta.

Me acurruco en el espacio, intentando ocultar lo más que puedo mi presencia en el lugar.
Esteban pasa gritando cerca de donde me encuentro y, por fortuna, no me vio. Así que puedo estarme aquí durante su entrenamiento.

— ¡OTHILIAAA! — se ve tan desesperado que juraría que se arrancaría el pelo del estrés y enojo que se ve en su cara.
— ¿Qué te pasa, Esteban? ¿Por qué estás gritando así? — responde Othilia, bajando las escaleras, apresurada.
— ¿Dónde mierda dejaste mi arco? El entrenamiento casi comienza; donde Sonia note que no lo tengo va a sancionarme como la vez pasada y, nuevamente, por tu culpa — el tono de voz de Esteban es naturalmente grave, así que enojado es casi can intimidante como ver al mismísimo diablo.
— Yo te lo devolví, maldito ridículo-ególatra. No quieras culparme a mí de tus irresponsabilidades — pero ver a Othilia enojada es mil veces peor que ver al diablo enojado —, así que sé hombrecito, ve con Sonia y hazte cargo de tus mierdas. No quiero que vuelvas a gritarme de esa manera, que todos pueden escucharte haciendo el ridículo.

Me muevo un poco, pues el hormigón de la pared está cayéndose a pedazos y me incomoda en el hombro; traté de estar en la misma posición más tiempo, pero no pude. Mientras intento lograr un acomodo de mi cuerpo en este hueco emito un sonido; el piso de madera está inflado debido a que, hace muchos años, cuando la presa estaba en funcionamiento, se desbordaba y el agua venía a parar aquí. Ahora, esa misma madera está tan seca como carne de res expuesta al sol y, a pesar de eso, el sonido que ocasioné no fue lo suficientemente fuerte como para atraer a alguien.
Un pequeño atisbo de luz me cala en el ojo, lo que significa que el cielo está en su punto más rojizo, indicio de que la clase comenzará.

Othilia toma una pequeña daga que se encuentra en uno de los estantes de la gran armería que hay en la arena y comienza a afilarla, preparándose para el entrenamiento. Esteban, preocupado, corre hacía su pieza; imagino que a repasar de nuevo los lugares donde se supone puede estar su violín. Y es que, aunque hay algunos repuestos, los violines son difíciles de conseguir, pues hay escasez de árboles, en especial los abetos. Por lo tanto, hay que cuidar muy bien estos instrumentos.

Se escucha el singular paso cojo de Sonia y el “tap tap” de su bastón. Agudizo la vista para verla mejor; su rostro apacible, su figura erguida, el parche en su ojo y su piel pálida hacen que su sola presencia sea merecedora de mi respeto. Se dice que su aspecto físico se debe a innumerables batallas contra esos terribles monstruos en la época en que solían estar más presentes. Ahora sin son cinco ataques mensuales es mucho; los últimos años han sido, entro de lo que cabe, tranquilos.

Apenas Sonia toca un pie (el único que le queda) dentro de la arena, Othilia y otros seis violinistas hacen acto de presencia, posicionándose en una fila con sus respectivas armas.

— Mmm — murmura Sonia —, ¿dónde está Esteban? ¿Y Beatriz?

Nadie responde, y no los juzgo, yo tampoco me atrevería. Ella espera unos segundos, pero ninguno ni siquiera mueve la cara con una mueca.

— Ya veo… No piensan hablar, está bien — dice, muy suave, como si lo comprendiera —. Solo recuerden que allá afuera se encuentran esos bastardos que han acabado con la vida de cientos como nosotros y ustedes aquí, haciendo berrinches, como si fueran niños chiquitos — hace una breve pausa, esperando respuesta, pero no la obtiene—. Allá afuera hay peligro para todos, en especial para nosotros, porque somos diferentes y esa es nuestra condena.

Yo no creo que eso sea así.

Una de las chicas, Andrea, mira de reojo y alcanza a verme. Respinga debido a la impresión, por lo que llama la atención de Sonia.

— ¿A ti qué te ocurre? ¿Vas a decirme donde se encuentra ese par?
— Per-perdón — titubea, miedosa— creí ver algo.

NO. Va a decirle a Sonia que estoy aquí. Es mi fin, y el de mi madre. ¿Por qué soy tan estúpido? UNA cosa, UNA, y no la pude hacer bien.

¿Qué viste? — resopla Sonia, incitándola a delatar a sus compañeros.

Andrea vuelve a mirarme, nerviosa, pues Sonia la ve fijamente, esperando a que hable y, sinceramente, hoy hago lo mismo. ¿Tendría alguien como ella compasión por alguien como yo?
Aprieto los puños, asustado, esperando lo peor. El sudor a causa de los nervios se derrama por mi sien.

Estoy acabado.
Suspiro, mis pulmones se llenan de aire y lo contengo, esperando escuchar lo peor.

— Nada… —sus manos están inquietas, imagino que no sabe mentir— Me equivoqué.

Ella mintió. ¿Por mí?
Suspiro, dejando salir el aire que había estado guardando. Siento alivio.

— No pierdas el tiempo distrayendo tu mente en «nada»— le dice.

Andrea asiente y baja la mirada. Yo solo puedo pensar en que, mi imprudencia, pudo ocasionar el despido de mi madre, golpes y hasta el exilio para mí, y un buen castigo para ella.
Esteban y Beatriz no llegaron a la sesión, por lo demás, ocurrió con aparente normalidad; Othilia logró más y mejores notas, haciendo más aguda su tonada, pero para Sonia no era suficiente. En cambio, Andrea, parece estancada. Su frustración se puede ver en sus notas, pues por más que lo intenta, no logra llegar ni al Re, además, pareciera que toca muy lento. Quizás su terrible desempeño de hoy se deba al estrés que le ocasioné.

Sonia la remprende innumerables veces; pareciera que solo quiere regañar a alguien ya que Alonso no está para ello.

Toda mi vida, desde que recuerdo, los Violinistas nos han defendido de las bestias que la guerra dejó. No se sabe con exactitud lo que los originó, pero los ancianos suelen contar que cerca el río, justo donde el árbol de Ahuehuete se encuentra, habitaban una especie de hadas que se decía, podrían hacerte feliz, lo cual, era todo lo contrario; como consecuencia de su magia, surgieron seres infelices y hambrientos, que fueron evolucionando a lo que conocemos hoy en día como Expresionistas. ¿Se llamarán así porque es una burla a que pueden sentir tristeza y expresarla a diferencia de los humanos? Es lo que creo. Los humanos que no son artistas deben sentir envidia de vivir reprimidos, quizás por eso los exiliaron, porque a los monstruos cada vez se fijan en ellos. ¿A qué le temen tanto si los que corremos peligro somos nosotros? Su apetito se activa cuando perciben nuestra sensibilidad, ellos son los que deberían defendernos, no al revés.

Sonia corrige los movimientos de todos, ninguno logra ser tan fino y audaz para que se sienta satisfecha. Ellos lo hacen muy bien, ¿qué es lo que busca? Es tan rígida… Pareciera que perdió aquello que nos hace ser diferentes.

— ¡¡AYUDAAAAA!! — se escucha de repente y el grito hizo eco en cada rincón del edificio. Todos salen inmediatamente, incluso Andrea acude al llamado.

Yo aprovecho y salgo de mi escondite; se me hizo familiar el sonido de la voz de quien gritó.
Salgo corriendo detrás de todos y llevo algunas armas conmigo, ya que ninguno llevó nada y hay algo en mi instinto que me susurra que serán necesarias.

Cuando llego afuera, lo primero que veo es a una especie de hombre de unos tres metros si acaso; por el color de su piel juraría que es un muerto. Tiene unas manos largas y garras afiladas, orejas puntiagudas y nariz grande. Su boca es espeluznante; su mandíbula es capaz de abrirse tanto, que creo posible el que quepa una cabeza humana por ahí, además, todos sus dientes son afilados ¿Qué persona es capaz de sobrevivir a eso?

Por prestarle tanta atención a la bestia, no me percaté que Beatriz estaba intentando escapar a eso. Sus compañeros, preocupados, miran a Sonia para que les indique qué hacer; imagino que sería la primera vez que se enfrentaban a un Expresionista.

Andrea se muestra temerosa, retrocede cada vez que la bestia abre la boca y no la culpo, yo tengo ganas de hacer lo mismo, pero por algún motivo avanzo hacia ella.

— Toma — le digo, mientras le acerco un violín, tomándola por sorpresa— lo necesitas.
— ¿Qué haces aquí? — cuestiona, asustada — Sonia te verá y puedes morir. Vete.
— Yo no me iré; confío en que ustedes solucionarán esto, se han preparado mucho.
— No lo suficiente…— Andrea tiene los ojos llorosos; observa el violín y se lo pasa a Roxana, una de sus compañeras — Úsalo.

Othilia ha tomado la iniciativa. Con una espada se acerca y corta al Expresionista, haciendo que le quite su atención a Beatriz; esta corre hacia Sonia y se resguarda.

— ¡Javier y Verónica, ayúdenle a Othilia, usen flechas, denle en las costillas y en las piernas! — grito de repente, haciéndome notar. Sonia me ve, enojada, y asiente.
— ¡Háganle caso al conserje! — dice, autorizándome.
Andrea sigue cortando al Expresionista, pero su piel es muy resistente, los impactos que recibe apenas y lo rasguñan. Verónica y Javier empiezan a dispararle, pero no todas las flechas logran atravesarlo; sigue siendo muy fuerte.
— Andrea, por favor, usa el violín, sé que tú puedes; el desempeño que tuviste hoy fue culpa mía, tú eres grandiosa, eres una gran artista, literalmente está en tus venas, toca por favor —le digo —, eso hará que acaben con él casi de inmediato.
— Yo no puedo, Esteban — dice. ¿Sabe mi nombre?
Sonia, desde atrás de unas rocas donde se esconde con Beatriz herida, también le insiste a Andrea, por primera vez la veo preocupada por sus alumnos; llegué a pensar que ni siquiera podía sentir afecto.
— Vamos, Andrea. Todos estamos en peligro, en este momento eres la única que nos puede ayudar.
Ella lo piensa un segundo, voltea a ver a sus compañeros que están luchando y asiente con la cabeza.
— Yo puedo — susurra para sí misma— Yo puedo.

Agarra el violín y se lo coloca en el hombro, toma su arco y lo llena de tanta brea como puede en unos segundos. Jamás había visto esa determinación en alguien.

Comienza a tocar. El sonido que empieza a emitir es tan armonioso que el Expresionista enfoca toda su atención en ella. Othilia aprovecha y entierra la espada en su columna vertebral, lo que cual fue más sencillo, ya que su piel se encuentra menos rígida. La bestia se queja del dolor, pero no hace nada para evitarlo, en cambio, sigue dirigiéndose a con Andrea. Ella, a su vez, avanza hacia él, y en un fuerte pero delicado movimiento, Andrea toca la nota más aguda que he escuchado nunca. El Expresionista abre la boca, intentando morderla, pero se encuentra tan débil que cae de rodillas ante ella. Y yo, en un momento desesperado, tomo una daga y se la entierro en el cuello mientras me da la espalda. El Expresionista cae al suelo; en cuestión en segundos comienza a regresar a su forma humana.

No puedo creer lo que mis ojos están viendo. Es mi madre. Es ella, desangrándose a mis pies. ¿Cómo pude hacerlo? ¿Cómo pudo ella mentir con algo así? Todo este tiempo conviviendo con gente que quería matarla. Criándome, ¿para qué? ¿Me veía realmente como su hijo o simplemente estaba guardándome por si le daba hambre?

Mis ojos brotan y brotan lágrimas. Me tiro al suelo y abrazo el cuerpo inerte de mi madre. No puedo creer lo que hice. Toda mi vida esperando este momento y ella… ¿Siempre fue esto?

— Lo siento mucho, Alonso— dice Sonia — tu madre era una buena persona. No sé en qué momento se contagió. Eso que tú mataste no era ella.

¿Contagiar?

— Ella siempre fue esto — digo, sollozando.
— No, nadie nace siendo eso. Es un mito; algo debió contagiarla.
— ¿Algo como qué?
— Quizás lo que se esconde en el árbol de Ahuehuete…
— Imposible — digo, tajante.
— Es verdad, Alonso — dice Andrea —, tú deberías saber que de ese sitio nacieron los Expresionistas.
— Sí, pero allí no hay ninguno; es un lugar seguro, esos tiempos acabaron hace muchísimo. Los Expresionistas empezaron a reproducirse, eso todos lo saben.
Sonia me mira, angustiada.
— No… Los Expresionistas jamás se reprodujeron, así como nosotros; ellos se propagan. Lo más probable es que el árbol sea un gran foco de infección. Los alcaldes siempre lo han sabido, pero nadie quiere quitarlo, no se quieren arriesgar.
— No, no, no — murmuro — ¡NO!
Andrea, preocupada, se acerca a mí.
— ¿Qué te ocurre? —pregunta.
— El- el árbol — tartamudeo —, he vivido la mayor parte de mi vida refugiándome ahí.
Todos se miran entre sí, como si pudieran leer sus mentes. Y yo ya sé que es lo que están pensando.
— ¿Qué tanto vas allá? — pregunta Sonia.
— Cada que necesito llorar — digo, apenas entendible.
— Dime, Alonso, ¿qué tan seguido lloras?
Andrea se aleja de mí y en seguida todos empiezan a retroceder.
— ¿Po-po-por qué preguntas?
Othilia, a diferencia de los demás, se acerca a mí, con una mirada inexpresiva.
— Alonso, tienes los ojos muy rojos ahora, ¿es porque has estado llorando mucho o porque, al estar cerca de tanto artista se activó tu apetito?
— ¿QUÉ? NO. YO NOY UNO DE ELLOS, AGUARDEN— intento explicar, pero no me quieren creer y Othilia, con la mirada más sádica que he podido verle, clava la misma espada con la que atacó a mi madre en mi pecho.
Lo último que puedo oír es el sollozo de Andrea. A los segundos todo lo demás empieza a ponerse borroso.

La Revista de Arena

"La arena como el tiempo es infinita y el tiempo como la arena borrará mis huellas y perderá mi rastro"