Que suenen las cuerdas
y caiga oro pulverizado,
un invierno dorado alquímico
que orifica los pulmones
y goldifica el esputo que se disipa.
Que los dedos se despeguen de las manos,
las manos de los brazos
y los brazos de lo demás
y lo demás de todo lo demás
para poder rodar a ti,
de algún modo ir a ti,
sentir tu olor en cada fragmento de mí,
y seguirlo pegado al piso
congelado por la nieve dorada.
Cuando mis pedazos llegaran al suelo
que pisan tus oscilantes pies,
recuerda mi nombre y arréglame,
juega con mi cuerpo mutilado
a que eres la arquitecta de mi torre personal
de carne, sangre y huesos fríos,
ensambla cada pedazo
porque yo ya me olvidé,
rodé tanto que
desgasté el recuerdo en oro.
Ármame quiral y esperemos lo obvio,
defórmame como quieras, da lo mismo,
ya no resultaré,
un extraño con un rostro familiar.
Pero tu deja que las cuerdas suenen,
qué entre cada nota dulce y amarga,
entre cada silencio desgarrado,
lo complejo se vuelve una fotografía
suspendida en el aire junto a los pesados copos
y por un instante se le puede prender fuego,
hasta que el tiempo maldito
con su andar tan natural,
vuelva a revivir a los muertos.
Por: Jesús T. Aldaba

