¿México ha estado alguna vez preparado para la democracia?

Por: Eduardo de Jesús Lara Ruiz

En 1907 el general Porfirio Díaz, que llevaba siendo presidente de México por más de 30 años, concedió una entrevista al conocido periodista James Creelman. En ella don Porfirio aseguró que había permanecido en el poder a regañadientes, esperando el momento en el que México fuera lo suficientemente maduro para dirigir por sí mismo sus derroteros políticos. La principal conclusión de la entrevista fue que don Porfirio creía que ese momento había llegado por fin. Tal vez el viejo dictador había perdido su olfato político, o tal vez sólo quería quedar en buenos términos con los norteamericanos (cosa que aparentemente le había importado bien poco durante todo su largo mandato), pero sus declaraciones crearían una crisis política que llevaría a México a una nueva guerra civil, justo como antes de que Porfirio Díaz llegara al poder.

En 1910 se convocó a elecciones y varios clubes antirreeleccionistas postularon a sus candidatos pero para sorpresa de nadie don Porfirio decidió permanecer en el poder incluso encarcelando a su más importante rival, don Francisco I. Madero, que logró escapar de prisión y huir a los Estados Unidos, desde donde proclamó el plan de San Luis en noviembre de 1910. Así comienza uno de los episodios más violentos de la historia mexicana y cuya única aportación a la historia de México no fue el sufragio efectivo y la no-reelección sino una “dictadura perfecta” (como la llamó el premio nobel de literatura Mario Vargas Llosa).

No hay que restarle mérito a don Porfirio, efectivamente el general oaxaqueño logró acabar con un período de interminables conflictos bélicos intestinos que malograron a la nación desde su nacimiento. Los mexicanos, apenas poco después de habernos independizado de España, nos enfrascamos en una sangrienta pugna que sólo benefició los intereses de nuestro poderoso vecino del Norte. En cuanto a economía, podemos admitir que cuando don Porfirio llegó a la presidencia las arcas estaban vacías y él las dejó suficientemente llenas, a costa claro de una abismal desigualdad social y una rigidez política que no admitía oposición ni siquiera en el plano de las letras, pues cuando algún periodista escribía criticando el régimen, don Porfirio, sin apenas inmutarse, afirmaba, «ese pollo quiere maíz», y mandaba que se encargaran prontamente de ese cacaraqueo.

Parece ser que el viejo general, que por 1910 contaba con 80 años, se dió cuenta en el último momento de las elecciones (permítaseme esta infundada licencia biográfica) que México todavía no había madurado lo suficiente para adoptar un sistema político democrático, realmente democrático. La pregunta es: ¿era acertada la intuición de don Porfirio? ¿Cómo podemos saber cuando un pueblo está listo para gobernarse por sí mismo?

Personalmente yo creo que esta pregunta está mal planteada, no creo que ningún pueblo debe estar «preparado» para la democracia, como si la democracia fuese esa organización política y social reservada únicamente para los pueblos superiores que habitan los montes hiperbóreos, ni siquiera en el Olimpo se gobiernan democráticamente y menos aún en el cielo cristiano (incluso nuestras utopías religiosas son monárquicas no democráticas). El pretexto de muchos de los tiranos relativamente recientes para conservarse en el poder es sostener que el pueblo no está preparado para la democracia, que los pueblos son como niños inmaduros y necesitados de un protector y guía, colocan así el ideal democrático por encima del mundo de las ideas platónicas; un lugar etéreo, inaccesible. ¿Llegan a madurar los pueblos como lo hacen los individuos? ¿Cómo podemos saber que estamos ante una cultura que ha alcanzado la madurez?

Pensemos, por ejemplo, en los atenienses. Después de haber pasado por una organización oligárquica y luego por una tiránica, ¿cómo supieron que estaban preparados para la democracia? La historia cuenta que fue un tirano, precisamente, el que obsequió a los atenienses con este regalo político; fue a Clístenes al que se le ocurrió la maravillosa idea de que los atenienses podían gobernarse a sí mismos. El experimento le salió bien, si juzgamos su gesto por los logros culturales que alcanzó el pueblo ateniense.

Albert Einstein, como el agente K de los hombres de negro, creía que la inteligencia de la masa es muy inferior incluso respecto de la inteligencia de alguien moderadamente capaz. Yo no pretendo desmentir al físico más famoso de la historia, ciertamente hay culturas en las que esto es así. ¿Era la cultura de los atenienses una excepción a esta regla? ¿Había algo en ella que hiciera del pueblo, griego en general y ateniense en particular, uno lo suficientemente maduro política e intelectualmente como para gobernarse a sí mismo? No parece haber nada que demuestre esto ya que la época dorada de la historia griega ocurre justamente después de la invención de la democracia.

Fue tras la invención de la democracia que surge la filosofía con los diálogos apasionados que Sócrates sostenía en el ágora; es el tiempo en que Atenas construyó el Partenón dejando que Fidias desplegara toda su creatividad (sí, con dinero de la Liga de Delos, liga que Atenas lideraba), es entonces que Aristófanes escribe sus comedias (en las que a veces se burla del pobre Sócrates) y Eurípides, Sófocles y Esquilo escriben, y ponen en el escenario, sus tragedias. Es la época en que Heródoto independiza la historia de la mitología, Hipócrates puede separar a la medicina de la superstición sin que le condenen por impío (en su época se creía que las enfermedades eran el castigo de los dioses, recuerde usted, querido lector, como en la Iliada, Apolo acribilla airado a los aqueos con sus flechas ponzoñosas; con peste). Una época muy vigorosa intelectualmente hablando, tanto como para desafiar las convenciones culturales que la mayoría de los otros pueblos, como los egipcios, no pudieron sino fosilizar en grandes monumentos de piedra.

La democracia ateniense no era perfecta, desterró a Temístocles, el héroe que salvó a toda la Hélade durante las Guerras médicas (es difícil adorar a los políticos fanáticamente cuando se vive en democracia; el ostracismo era la forma en que los atenienses se prevenían del regreso de la tiranía), desterró también a Anaxágoras por afirmar que el sol no era un dios sino una roca incandescente, y condenó a Sócrates a beber cicuta (aunque Sócrates ayudó mucho a los atenienses a decidirse por esta condena), lo que convenció a su discípulo Platón de que la democracia no era algo tan bueno después de todo. Además, ni las mujeres ni los esclavos podían participar de ella, pero con todas sus limitantes la democracia llevó de la mano a la cultura ateniense hasta alturas, permítaseme la licencia, auténticamente olímpicas.

¿Cómo pasó todo esto? La clave siempre estuvo en el diálogo. Cuando los atenienses se vieron obligados a convencerse unos a otros de sus respectivas convicciones políticas es entonces que el arte del diálogo se lleva a una de sus mejores expresiones en la historia, incluso superando a esa forma de conversar de los franceses que tan deliciosamente retratan las novelas de Alejandro Dumas, pero que, por haberse gestado bajo el propio manto del despotismo ilustrado, no pudo dedicarse sino sólo al ocio menos revolucionario, en cuanto a política.

Para ejemplificar este proceso pensemos en el surgimiento de la tragedia. Nietzsche afirma en su obra El origen de la tragedia, que la cultura griega alcanza su máximo apogeo cuando el espíritu dionisiaco y el apolíneo se unen en una sola expresión artística: la tragedia griega. Para el pensador alemán, ésta surge de las procesiones de bacantes que se realizaban cada año en honor del dios del vino, Dionisio. Cuando estas procesiones dejan de ser solo un grupo de mujeres embriagadas aullando y bailando, y comienza haber diálogo entre los participantes, es que nace la tragedia griega, una forma artística que, aunque parece pesimista desde una perspectiva superficial, es vitalista realmente. Allí es que la embriaguez de Dionisio se une con la armonía y claridad de Apolo y fue esta forma de entender la vida la que hizo de los griegos una cultura cuyas ruinas aún hoy nos dejan atónitos de admiración. De nuevo, fue el diálogo lo que llevó a la cultura griega al siguiente nivel.

Nietzsche afirma también que Sócrates malogró este vigoroso y vitalista espíritu griego cuando inventó nada menos que la filosofía. El sabio ateniense, que se asombraba de que el oráculo de Delfos lo considerara el hombre más sabio, pretendía llegar a la verdad por medio de un doloroso y fastidioso método: la mayéutica, es decir, ¡A través del diálogo! Para Sócrates el único camino a la verdad es la razón (logos), él dió la espalda a la verdad dionisíaca, esa misma que puede pretender prescindir del lenguaje para expresarse, y que prefiere la música como su más acabada elaboración. Sócrates, en cambio, vuelca toda su energía en el camino apolíneo hacia la verdad.

El lector podrá estar o no de acuerdo con el filósofo alemán pero es cierto que la filosofía, como una reflexión sobre materias morales, éticas, estéticas, etcétera, halla su punto de partida en las conversaciones de Sócrates con sus conciudadanos (conversaciones que lo condenaron a fin de cuentas) y en los célebres diálogos de Platón, discípulo de Sócrates. Por ello se suele decir muy atinadamente que toda la filosofía occidental son notas a pie de página de los Diálogos de Platón.

A fin de cuentas parece que más bien fue la democracia la que educó al pueblo griego dotándolo de una cultura mucho más flexible e inventiva. Es decir, no es que los pueblos deban estar listos para la democracia sino que la democracia libera a los pueblos, les brinda el vigor suficiente para romper sus cadenas políticas y culturales.

En efecto hay culturas en donde la masa es mucho menos inteligente que el promedio de los individuos pero es que en esas culturas existe un factor que no permite el diálogo. En la nuestra, por ejemplo, ese factor es el obsesivo afán competitivo que estorba el diálogo y promueve más bien la controversia. Dicho de otro modo, el afán de competitividad impide que aprovechemos la inteligencia de los que son más capaces y nos empuja a competir contra ellos, en lugar de colaborar con ellos. En un sistema competitivo cada quien tiene que destacar con los recursos propios, pues ese es precisamente, el objetivo de toda competencia: destacar, y cuántos menos sean aquellos con quienes hay que compartir el mérito más loable es el logro. Sencillamente, nuestra cultura ama las empresas egoístas.

Existen, por supuesto, excepciones maravillosas, como la de la ciencia, en la que sí hay competencia, no lo niego, pero lo que prima es la colaboración, una colaboración intergeneracional e intercultural. Por eso, hoy más que nunca, la ciencia parece hallarse al margen de la cultura, los terraplanistas crecen en número tan alarmantemente como los antivacunas y las personas que confían en la astrología pero no en un médico. La ciencia y nuestra cultura son incompatibles, entre otras cosas, por ese afán competitivo que impera en todo lo que hacemos e incluso en cómo nos valoramos como personas.

Pensamos mejor juntos, por muy talentosos que puedan ser los grandes genios, ellos también son humanos susceptibles de cometer errores, la historia de la ciencia es un ejemplo de esto. Por muy talentoso que pueda ser el que ostente el poder absoluto, nunca podrá ser más inteligente que la unión de todas las demás mentes a través del diálogo. Pensemos en las redes neuronales, es su complejidad lo que les permite lograr cosas maravillosas, cosas que no entendemos bien del todo y que seguramente revolucionarán el mundo. Podríamos también nosotros constituir una inteligencia planetaria a través del diálogo, es el siguiente escalón en la escala de la complejidad. Es cierto que las pirámides son mucho más estables (las revoluciones no se dan mucho ahí donde el poder está fuertemente concentrado pero cuando lo hacen suelen ser mucho más destructivas que constructivas) que la organización en redes pero el camino a las estrellas sólo puede pavimentarse con la colaboración de pequeñas piezas, que por sí solas no son capaces de mucho pero su acoplamiento permite el surgimiento de algo mucho mayor que la suma de sus partes.

Solemos decir constantemente que en el fondo del corazón humano existe una acuciante necesidad de pertenecer a algo más grande que nosotros; ambicionamos trascender, por eso nos sentimos enfermos y con el espíritu decrépito dentro de una cultura que no tiene ningún rumbo sino el de generar ganancias. No sé si hay o no un sentido para nuestra existencia pero el incrementar la riqueza y cifrar nuestra valía en la competitividad son un pobre sustituto de una respuesta espiritualmente satisfactoria. Podríamos encontrar un mejor sentido si colaboramos, la competición era pertinente cuando vivíamos en la naturaleza sin otra aspiración más elevada que sobrevivir, la colaboración es para alcanzar las estrellas.

Sé que es difícil pensar en la especie con tanta caridad como lo hacemos en nosotros mismos, el ambiente cultural premia el egoísmo. Pero, aunque suene paradójico, lo que está en peligro es la especie, mientras el individuo cree estar a salvo siempre y cuando cumpla con las exigencias de su cultura capitalista.

Nunca fue más necesaria la democracia que en nuestra época. Hoy contamos con asombrosos poderes tecnológicos y seguramente en este mismo siglo adquiriremos muchos más, pero también es cierto que nunca como antes (excepto durante la Guerra fría) el peligro de dejar todo este poder en manos de unos cuantos comprometió de forma tan directa el futuro de nuestra especie y, en el presente, nuestra libertad. Como escribió Erich Fromm, «el hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad». Pero aún suponiendo que ese individuo sea un hombre extraordinario como Alejandro Magno o como Augusto, todo su talento no podría compararse al de la inteligencia de todos los seres humanos unida a través del diálogo.

La Revista de Arena

"La arena como el tiempo es infinita y el tiempo como la arena borrará mis huellas y perderá mi rastro"