Por: Eduardo de Jesús Lara Ruiz
Tengo un par de amigos, sobradamente más inteligentes de lo que yo puedo serlo, que afirman que sí, que México necesita un tirano. Con este texto trataré de contestarles a ellos y a muchos otros mexicanos que piensan lo mismo pero que, creo sinceramente, no han reflexionado suficientemente la cuestión.
La historia en el territorio que hoy llamamos mexicano ha sido llevada de la mano por autócratas desde el tiempo del imperio mexica (puede que incluso antes, desde el surgimiento de las primeras civilizaciones mesoamericanas gobernadas por un cacique) y ¿hasta nuestros días? Estos autócratas han ostentado diferentes títulos: tlatoani, virrey, emperador, presidente, jefe máximo, señor esperanza de México (no digo que el señor ese sea un autócrata pero sí que a sus seguidores más entusiastas les gustaría que lo fuera). Como apunta bien elocuentemente Enrique Krauze en sus libros, Siglo de caudillos y La presidencia imperial, este país ha estado gobernado por caudillos incluso después de su independencia y cuando quisimos construir un estado con idénticas instituciones a las de nuestro vecino del norte, instituciones por cierto que nunca alcanzaron a gobernar o lo hicieron, como ya dije, en bien contadas ocasiones.
Durante mucho tiempo creí que esta inquietud del mexicano de conseguir un caudillo que llevara las riendas de todo el país y que “salvara” a todo el pueblo de la anarquía , el hambre y todos los demás males que se derivan de esa cohesión mal cuajada que el mexicano llama patriotismo, era un subproducto de su fe religiosa, fanática en extremo por haberse gestado, a punta de espada, cuando la contrarreforma de los reyes españoles buscaba frenar el avance del protestantismo en Europa y, de paso, echar por tierra los logros del Renacimiento. Pero ¿el cristianismo qué tiene que ver? Preguntará tal vez hasta ofendido el lector (si es que el lector es de los que creen que el patriotismo mexicano y el guadalupanismo se superponen en casi todo lo esencial). Bueno, creo que uno de los problemas del fanatismo cristiano es que convence a las personas de que su “salvación” depende de un prometido mesías.
Pero sería simplista en extremo creer que esa es la única razón de la fe ciega que usualmente ponemos en nuestros líderes políticos. Como ya lo mencioné arriba, la inercia histórica de esta zona del mundo ha hecho que los mexicas, novohispanos y mexicanos vayan henchidos de entusiasmo fanático detrás de un caudillo, la más lamentable de las veces siguiéndolo hasta la muerte en el campo de batalla. Lamento informar al lector que, a pesar de la heroicidad con que los libros de historia oficiales han querido maquillar la historia nacional, hemos sido carne de cañón por lo menos desde el siglo XIV, si es que tiene sentido hablar de un “nosotros” (como pueblo) a lo largo de un periodo de tiempo tan grande.
Tal vez podrá pensar el lector que eso no es cierto desde que hay sufragio en México, desde que el usurpador Victoriano Huerta dejó la presidencia obligado por la revolución del Plan de Guadalupe, eso si el lector es de miradas “derechas”, (miradas históricas quiero decir, pues en cuanto a la política mexicana casi todas las miradas me han parecido siempre demasiado miopes como para alcanzar a ver suficientemente lejos atrás y adelante del presente inmediato) si es de miradas izquierdas el lector creerá que el sufragio verdadero se consiguió hace muy poco, pero de verdad muy poco. Como buen mexicano yo también desprecio la política porque creo que incluso la democracia representativa, que es sólo un pálida y parca imitación de la de los atenienses, nos ha sido negada, salvo instantáneas excepciones, durante todo el tiempo que cubre nuestra historia.
Además, somos primates y, cuando los recursos no son suficientes o tenemos que competir con muchos otros grupos, solemos organizarnos en estructuras piramidales, como hacen los bonobos, chimpancés, gorilas y un largo etcétera que agiganta la lista de esos primos incómodos. Eso explicaría que nuestra civilización comenzara con este tipo de estructura social, lo mismo da que la punta de la pirámide hubiera sido ocupada por un rey, un faraón o un emperador. Y quizá el lector recuerde que la invención que auspició el surgimiento de la civilización fue la agricultura, una técnica que permitió a los grupos humanos disponer de más comida de la que podían llevar cargando, así que tuvimos que asentarnos. Entonces no fue la escasez la que coronó a los primeros autócratas sino el peligro de otros grupos humanos incivilizados, literalmente hablando “humanos sin ciudades”, que persistían en su vida nómada y veían con tentación las reservas de comida que los civilizados almacenaban para sobrevivir a las épocas de escasez. El conflicto entre bárbaros y gentes bien ocupa la mayor parte de nuestra historia.
La precariedad y el peligro nos convencen de que necesitamos un salvador.
Cuando los romanos sentían que su amada república estaba en peligro solían delegar todo el poder político en uno de los cónsules, o cualquier otra figura política que consideraran suficientemente capaz, y le otorgaban el cargo de dictador (una palabra con connotaciones peyorativas pero que en la república romana era sólo un cargo más). Durante seis meses el dictador de la república suspendía todo diálogo político y se limitaba a, precisamente, dictar las acciones a seguir para sortear el peligro y asegurar la supervivencia del pueblo romano. Cincinato (en quien se inspiraron para dar nombre a la ciudad de Cincinnati), Mario y Julio César, entre otros, ostentaron este cargo, considerado honroso.
En el siglo I antes de nuestra era, uno de estos dictadores dio un golpe mortal a la ya raquítica república romana: Julio César fue declarado dictador vitalicio después de haber resultado vencedor en una guerra civil que lo enfrentó al senado romano, institución dominada por los pater familiae, los cabezas de las casas nobles de Roma, es decir, los patricios.
La república había caído en la anarquía con la expansión de las conquistas de las legiones fuera de la península itálica, con cada nuevo territorio anexionado la posibilidad de que un general, miembro del senado, defendiera sus credos políticos apoyando sus argumentos en el gladio de sus legionarios incrementaba drásticamente. La república romana estaba constantemente aquejada por las guerras civiles, el peligro orilló a los romanos a pensar en un salvador y ese hombre resultó ser el general más victorioso de la historia de Roma, ese Cayo Julio César que mencioné ya y que era un patricio que afirmaba descender de la mismísima Venus a través de Iulo, un hijo de la diosa y compañero de Eneas en su travesía desde la malograda Troya hasta el Lacio.
Julio César no se convirtió en emperador, ese título lo adoptó su sobrino-nieto (hijo por adopción) Octavio, quien reclamó el cargo de cónsul (el más importante de la república) con apenas diecinueve años a punta de gladio: se cuenta que el centurión encargado de solicitar tal cargo para su general sacó su gladio en medio de la asamblea de senadores y amenazó: si ustedes no lo hacen cónsul este (el gladio que sostenía amenazador) lo hará por ustedes.
En honor a la verdad hay que decir que Roma prosperó bajo el gobierno de Octavio, a quien se le dio el título de imperator (comandante de todas las legiones), cosa que prevenía al imperio de nuevas guerras civiles y, después de su victoria en Actium sobre Marco Antonio y Cleopatra, también se le dió el título de Augusto, que se puede traducir a algo así como “el divino”. Augusto era el elegido por los dioses, hijo del dios Julio César también, para salvar a Roma del caos, por todo el imperio se le veneró como una deidad salvadora, lo mismo que a sus descendientes.
A Roma le funcionó bien el cambiar a una clase gobernante corrompida por la ambición por un emperador, por lo menos hasta el gobierno del emperador estoico Marco Aurelio, y si funcionó bien no fue porque la organización política dictatorial sea idónea sino porque su fundador, Augusto, era un hombre de talento extraordinario que supo crear un sistema en el que las cosas funcionaran incluso si el que ostentaba el cargo era un despótico inútil. Apenas había muerto el heredero de Augusto, Tiberio, cuando el mando imperial le fue otorgado a Calígula, el emperador que cortó la cabeza de todas las estatuas de los dioses en la ciudad para sustituirla con su propia efigie, sin importar que la deidad en cuestión fuera femenina.
Como dije, el sistema de Augusto soportó mucho tiempo pero finalmente fracasó en su cometido de prevenir la guerra civil. Muerto el último de los emperadores julio-claudios, Nerón, se desató una cruenta guerra civil de la que salió victorioso un tal Vespasiano, que gobernó sabiamente aunque uno de sus hijos y herederos, Domiciano, fue apodado como “el Nerón calvo”.
El imperio alcanzó su auge con la dinastía de los Antoninos; dinastía que incluso legó a Roma un rey-filósofo, o mejor dicho, un emperador-filósofo, tal y cómo el pobre Platón soñó para Siracusa y para su propia Atenas, por cierto que tal ilusión le costó al ateniense el ser vendido como esclavo. Ese emperador-filósofo, como ya mencioné, era el estoico Marco Aurelio, el último de los grandes emperadores pues, luego de la muerte de su hijo y heredero Comodo, el imperio se hundió en una constante guerra civil que tuvo muy pocos periodos de paz hasta que, en el 476 después de nuestra era, el imperio del que se dijo que duraría eternamente, cayó con el destrone del último emperador romano occidental (el imperio se dividió en dos poco antes), Rómulo Augústulo.
Se suele decir que los romanos eran mejores políticos que los sabios griegos, y que estos fueron mejores pensadores que políticos pero tal cosa está lejos de ser cierta. Aunque los griegos terminaron siendo conquistados por las legiones romanas, no cabe duda de que sus soluciones políticas a los problemas sociales que enfrentaron en cada una las polis en que habitaban superan con mucho la solución romana.
Cuando los griegos eran depredados por una oligarquía, un clase política que oprimía al ciudadano común y que estaba corrompida por la ambición, los griegos también recurrieron a la solución de un tirano y, de hecho, así lo llamaron, tirano (otra palabra con connotaciones negativas). Los tiranos acabaron con el dominio de las oligarquías pero los griegos vieron, en la mayoría de las ocasiones, que esta no era una solución suficientemente buena al problema de las oligarquías y en el colmo de la genialidad política, inventaron la democracia. Así empezó una de las épocas culturales más gloriosas de la humanidad pues fue durante la democracia ateniense que se gestaron los logros culturales más importantes de occidente: fue entonces que se inventó la filosofía, prosperó la ciencia, la tragedia (de la que surgiría el teatro), las artes en general nunca han visto un mayor esplendor pero ¿se debieron realmente todos esos logros a la invención de la democracia? Si sí ¿cómo se dio semejante proceso? Pienso hablar de eso en un futuro escrito pero por lo pronto, permítame el lector concluir este afirmando que, por estas y otras más razones históricas, la solución de un dictador me parece no sólo falta de imaginación, sino probadamente ineficaz y puede que otra de las razones por las que lo creemos es porque nos han enseñado mal la historia, la nuestra y la del mundo.

